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Vita Antonii VIDA DE SAN ANTONIO ABAD Por San Atanasio de Alejandría ( Año 357).

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LA ESPIRITUALIDAD CRISTIANA.

" Ellos son personas que viven la vida normal en el mundo, estudian, trabajan, entablan relaciones de amistad, sociales, profesionales, culturales, etc (ChL 15). De este modo, el "mundo" se convierte en el ámbito y el medio de la vocación cristiana de los fieles laicos, porque él mismo está destinado a dar gloria a Dios Padre en Cristo. El Concilio puede indicar entonces cuál es el sentido propio y peculiar de la vocación divina dirigida a los fieles laicos. No han sido llamados a abandonar el lugar que ocupan en el mundo (ChL 15).

La unidad de vida de los fieles laicos tiene una gran importancia. Ellos, en efecto, deben santificarse en la vida profesional y social ordinaria. Por tanto, para que puedan responder a su vocación, los fieles laicos deben considerar las actividades de la vida cotidiana como ocasión de unión con Dios y de cumplimiento de su voluntad, así como también de servicio a los demás hombres, llevándoles a la comunión con Dios en Cristo" (ChL 17, citando la propositio 5).

Empezamos con un intento de precisión de términos, ya que nos encontramos con distintas expresiones, para designar a los cristianos: Laicos, seglares, religiosos, consagrados....).

Nos centraremos en la más general y abundante entre los creyentes , es el término LAICO: La definición laico es el reflejo de una eclesiología, de la vida comunitaria, de sus caminos pastorales y de la concepción que tiene la Iglesia sobre su presencia en el mundo.

Hablando en términos muy esquemáticos, pueden distinguirse varios grandes periodos, cronológica y cualitativamente diversos según las diversas situaciones en que la Iglesia se ha encontrado en relación con el mundo, en los cuales fue determinándose la identidad laical y consiguientemente el concepto de "laico".

En este momento la intención no es dedicar nuestra atención a toda la interesante historia del laicado cristiano, pero sí conviene hacer algunas indicaciones históricas para comprender mejor cómo se ha llegado a la situación actual.

1. Los orígenes

El término "laico" apareció en el griego de la época postclásica, para significar, como otros adjetivos o sustantivos formados mediante el sufijo "ikos", una determinada categoría o condición de personas; concretamente, las que formaban parte del pueblo en cuanto contrapuestas a las dotadas de autoridad o de distinción por uno u otro motivo. (J. Hervada, Tres estudios sobre el uso del término laico. Pamplona, 1973)

El término "laico" no se encuentra en el Nuevo Testamento, su origen no es bíblico, sino que ha venido del lenguaje civil. Al parecer, en la literatura cristiana, la palabra laikós aparece hacia el año 95 en un escrito de Clemente.

El término común que sirve para identificar a los creyentes en Jesús, tanto en la tradición pre-pascual como pos-pascual del NT, es el de "discípulo" (mathetes). Es el término más antiguo por el cual la comunidad se designaba a sí misma; se trata, por tanto, de la denominación de todos los creyentes en Jesús sin distinción.

Los discípulos (nombrados como: los elegidos, los santos, los creyentes…) son aquellos que han sido consagrados a Dios por el bautismo y se han convertido en miembros del pueblo de Dios (laós) con pleno derecho.

Es conveniente precisar que "Laós" no se refiere -en los lugares bíblicos importantes- al pueblo en contraposición a los dirigentes, sino a todos los creyentes bautizados en contraposición a los no creyentes y no bautizados.

En este momento se reconoce ya la existencia de distintas tareas y funciones que van configurando un desarrollo inicial de la estructura ministerial de la Iglesia, sin embargo, tal estructura no permite hacer categorías. La distinción de funciones no se entendía en sentido negativo y menos aun peyorativo, sino meramente clasificatorio: se trata de personas que pertenecen plenamente a Cristo y a la Iglesia. La distinción en el interior de la Iglesia entre laicos y ministros no debe oscurecer la unidad de la comunidad cristiana, toda ella consagrada a Dios.

Durante los primeros siglos la preocupación principal de los cristianos fue la de definirse en relación a Cristo y al mundo, más que la de situarse entre ellos mismos.

En los siglos I y II con la institución de las iglesias domésticas y el fervor testimonial de los laicos, constituían un vínculo indispensable entre Iglesia y sociedad civil.
En el interior de las comunidades el sentimiento dominante es que todos los bautizados son la Iglesia: ésta es el "nosotros" de los cristianos. En ella se toma parte en los bienes escatológicos. El misterio santo de la Iglesia existe en cada creyente y es vivido por él. "Toda alma es la Iglesia" era la expresión repetida de los Padres. Los laicos eran plenamente Iglesia.

2. El término laico en el Antiguo y Nuevo Testamento.

En el Antiguo Testamento no se utiliza el término laikós, sino términos como idiotés, que deriva de idios, y que significa lo propio, lo personal. La traducción de los Setenta ofrece tres acepciones al respecto: un ciudadano con relación al rey; un inexperto en leyes frente a un perito; un hombre pagano en referencia a Dios.

El empleo del concepto "laicos" en el judaísmo fue el puente por el que posteriormente entró la palabra laico en la terminología y el modo de pensar cristianos. En tal contexto la palabra "laós" usualmente significa pueblo y muchas de las veces también nación. Pero es importante destacar que la palabra "pueblo" tiene un uso lingüístico coloreado negativamente a partir del uso griego profano, como también de la traducción griega del AT. En este caso es más bien una masa no cualificada, el pueblo bajo, el pueblo ignorante, a diferencia de sus líderes.

Los primeros cristianos que emplearon el vocablo "laico", lo tomaron del lenguaje de su tiempo dándole la misma significación. Así ocurre con el más antiguo de los testimonios conocidos: la llamada Primera Carta de Clemente Romano, escrita en torno a los años 95 y 96, en la que el adjetivo laical es usado para designar las normas o reglas de vida que se aplicaban al pueblo de Israel en cuanto que contradistinto del sumo sacerdote y del resto del estamento sacerdotal. Laico designa allí al sencillo creyente a diferencia de los presbíteros y diáconos. Es el primer texto cristiano que aplica el concepto laico para personas que no están relacionadas con el servicio divino.

Hasta el siglo III la palabra laico es relativamente rara; después se hace más corriente. Aproximadamente cien años después, en la obra de Clemente de Alejandría se ha consumado la traslación del término laico desde el dominio judío al cristianismo. El ya no habla de sacerdotes, levitas, laicos, sino de presbíteros, diáconos y laicos. Por tanto, en el propio lenguaje cristiano ahora laico designa a quienes en el interior del pueblo de Dios no son obispos, ni presbíteros, ni diáconos.

Pero sería un error entender el término laico sólo de forma negativa o en sentido estricto de oposición. Siempre conserva su profundo sentido eclesial y, teológicamente hablando, queda siempre claro que los laicos son miembros del pueblo de Dios. (Joaquín Perea. El laicado: un género de vida eclesial sin nombre, DDV, Bilbao, 2001). La Iglesia primitiva era consciente de eso, dado que reconocía la necesidad recíproca de ministerio y laicado.

Con Tertuliano (+ después de 220) el concepto "laikós" se ha generalizado como designación del no ministro, del no ordenado. Distingue el "ordo sacerdotalis" del "ordo Ecclesiae" que lo constituyen los laicos.

El concepto "ordo"por cuyo medio Tertuliano designa igualmente a los sujetos del ministerio y a los no ministros, tenía en el imperio romano la significación de estado o clase social; existía el "ordo" de los senadores, de los caballeros y la "plebs", el pueblo en general. La traslación de esta conceptualización a la Iglesia muestra que los sujetos del ministerio ya se habían convertido en un grupo cerrado en sí mismo y habían separado a los no ministros, haciéndolos un grupo propio "ordo plebis", igualmente cerrado en la Iglesia.

3. Con posterioridad al Edicto de Milán.

Con el Edicto de Milán (313) se pone fin a la era de los mártires y comienza el entendimiento entre la Iglesia y el imperio. Los cristianos comienzan a instalarse y el cristianismo cambia de sentido. La comunidad cristiana cesa de vivir en la persecución para convertirse en comunidad protegida por un estatuto jurídico reconocido.

Esa profunda modificación de la situación de la Iglesia ante el mundo tiene repercusión en la relación clérigos y laicos. Cada vez más los fieles y el clero dejan de mirar en la misma dirección, el mundo a evangelizar, para mirarse mutuamente y discutir su relación, lo que conduce a establecer oposiciones: ya no está el pueblo de Dios frente al "no pueblo de Dios", sino frente a los dirigentes.

Los laicos son ahora los no ordenados, los no clérigos. El laico se define por su no pertenencia al estado del clero; laico y clero se convierten en conceptos correlativos, de forma que poco a poco se entiende lo que es el laico, sólo a partir de la determinación de lo que es el clero. Todo ello condujo a un cambio de conciencia en la identidad laical y a una reducción de sus derechos y obligaciones.

La separación de clérigos y laicos se acentúa, llegando hasta la diversificación esencial de las categorías, con una disminución gradual de la importancia de las funciones laicas en el interior de la Iglesia y la acentuación de la jerarquización.

Otro dato digno de considerarse en la consolidación del término laico es el surgimiento del monacato. El monacato tuvo una significación decisiva para la constitución del laicado como "estado" (s. III). El movimiento del monacato fue sostenido por cristianos que no tenían ninguna función ministerial. Originariamente no eran clérigos.

Se reunían más bien para practicar los consejos evangélicos en comunidad, o en casos dados también como eremitas y consagrar su vida totalmente a Dios.

El monacato corresponde al ámbito de los laicos, no de los presbíteros. La exclusividad de la entrega a Dios por parte de los monjes fijó a los no monjes al mundo y a sus negocios. El ideal cristiano desplaza su acento hacia el ideal monástico y hacia lo distinto del mundo.
Curiosamente los monjes, que surgieron de los no ministros, en su posterior desarrollo se vincularon pronto con el ministerio ordenado. El ideal de vida monástica fue poco a poco transferido a los presbíteros, mientras que, en cuanto al contenido, la función del sujeto del ministerio presbiteral se consideró cada vez más tarea también de monjes. El monacato perdió su carácter de movimiento laical.

De ahí se derivan algunas consecuencias importantes para la concepción del laicado en la Iglesia: en el pueblo cristiano se desarrolla una tensión interna entre sacerdotes y monjes, de un lado ("los hombres espirituales") y los laicos que viven en el mundo ("los carnales") de otro lado. La masa de los simples creyentes no debía o no podía realizar el servicio litúrgico ni dejar el mundo para entregarse a Dios.

De ahí a la consideración del laico como cristiano de segundo grado no hay más que un paso. Ya no es la pertenencia a la comunidad cristiana, caracterizada por la fe en Jesucristo, lo que determina la condición cristiana, sino la pertenencia a un determinado estado en la Iglesia.
Lo específicamante cristiano se aplica demasiado a un solo grupo en la Iglesia y los laicos son minusvalorados como hermanos pequeños.

La antropología y teología dualistas de la edad media aplican la diferenciación entre lo carnal y lo espiritual a la distinción entre laicos y clérigos.

El cuerpo de Cristo es uno, pero está compuesto de diversas partes u "ordines", los cuales poseen distinto valor cristiano. Por un lado, los clérigos y los monjes son los cristianos auténticos, llevan una vida según las reglas del evangelio en plenitud cristiana. En el otro lado está la amplia masa de laicos, que viven en estado de imperfección. Frente a los "espirituales", a quienes corresponde ocuparse de las cosas de Dios, están los "carnales" a quienes se les concede ocuparse de las cosas del mundo.

Madura en esta perspectiva una concepción de Iglesia en la que predomina el valor jerárquico, por lo que los simples bautizados quedan en la mera base pasiva y subordinada de una pirámide cuya parte dominante está constituida por los clérigos y cuyo vértice es el Papa. Empieza aquí a entenderse la Iglesia compuesta prácticamente sólo por clérigos. Según esta visión, es disculpable el hecho de que la mayoría de los bautizados vivan en el mundo y sean sólo "laicos". Pero la verdadera imagen del cristiano la dibujan oficialmente los clérigos, quienes son considerados los cristianos en plenitud.

El laico es cristiano en tanto en cuanto está de acuerdo con el clérigo; y lo que le diferencia de éste, limita y oscurece su ser cristiano. A los laicos les queda la oportunidad de confiarse en manos y entregarse al poder espiritual de los clérigos y religiosos. Parece que el laico, de hecho, no tiene acceso alguno a la santidad mientras permanezca en estado de imperfección. Así se deshereda a los laicos de su condición más inherente de miembros del pueblo santo de Dios y de su vocación específica cristiana. Los laicos se empobrecieron, tanto religiosa como intelectualmente. Se hicieron totalmente dependientes de lo que el clero les ofrecía, totalmente necesitados de su cuidado.

Es también en la edad media donde el concepto laico experimenta un deslizamiento de significado. Clérigo ya no designa sólo el ordenado, sino sencillamente el instruido, el que ha estudiado, el formado científicamente. Frente a él el laico era el analfabeto. Todavía en el lenguaje cotidiano, "lego" o "laico" significa el no especialista, aquel a quien falta una determinada formación.

Los grandes descubrimientos, el humanismo y la Reforma crean una conciencia de autonomía por lo que la Iglesia va a encontrarse ante un mundo plenamente mundo.
Empieza a nacer así un nuevo compromiso de los laicos en el interior de la Iglesia y en la confrontación con la sociedad.

Tras el Concilio de Trento en la época que va de mediados del siglo XVI hasta mediados del siglo XVIII se afirma reiteradamente que por el bautismo y la unción subsiguiente, todos los fieles son consagrados y participan del sacerdocio de Cristo para ofrecer a Dios el sacrificio continuo de las buenas obras.

Gérmenes de laicidad pueden encontrarse en la valoración de la vida activa de los clérigos regulares con los grupos de laicos que los acompañaban en la espiritualidad. Se trata de una espiritualidad del estado de vida y de conformidad a la voluntad de Dios, animada por el amor.
Es la época de la evangelización de las zonas rurales en Europa, de las misiones populares, de las apologías de la fe.

Los términos "apostolado" y "apostólico", anteriormente restringidos a una referencia a los apóstoles, comienzan a tomar su sentido moderno: los laicos participan en el apostolado.

A partir de esta época se acentúa una variada religiosidad popular: "congregaciones", las fraternidades, las peregrinaciones, las celebraciones y actos piadosos no litúrgicos… siendo una manifestación de los propios rasgos del pueblo cristiano, los cuales han sido interpretados como intentos de los laicos de compensarse de su desvalorización como miembros de la Iglesia.
En el siglo XIX los laicos son apóstoles en una Iglesia todavía clerical que se defiende en el seno de un mundo en vías de secularización. Se asiste al progresivo distanciamiento entre la fe y el mundo de la cultura. Es la época del triunfo del laicismo.

La Iglesia es empujada a una situación marginal por las fuerzas sociales que comienzan a florecer (partidos, sindicatos…) y por las ciencias.

En este momento histórico, el término "laico"en lugar de ser un sustantivo para definir el lugar de los bautizados no clérigos en la Iglesia, era un adjetivo, que calificaba las personas e instituciones que combatían a la Iglesia; un sinónimo de anticlerical y antirreligioso (por ejemplo: "escuela laica"). De él se deriva el término peyorativo laicismo.

El amplio proceso de "mundianización del mundo" o de secularización en todos los ámbitos de la vida produce un cambio en la valoración del laico. La vieja imagen del laico ya no vale.

Es particularmente importante anotar al final de este breve recorrido histórico, que la complejidad de las diversas esferas de lo temporal, está haciendo cada vez más imposible que el laico se coloque en un estado marginal. Su competencia cada vez más creciente en los asuntos temporales, ha hecho que el magisterio eclesial reconozca que muchas cuestiones exceden de su campo y que es necesaria la decisiva participación del laico como sujeto en el destino de la Iglesia.

A estas alturas de la reflexión ya podemos hacernos la pregunta que dá pie a esta reflexión:

¿ EXISTE UNA ESPIRITUALIDAD LAICOS ?

De la espiritualidad del laico se habla con insistencia en nuestro momento eclesial. Sin embargo, no se acaba de perfilar su contenido. Lo reconocieron incluso los miembros del sínodo cuyas propuestas sirvieron para elaborar la exhortación apostólica Christifideles Laici, publicada el 30 de diciembre del año 1988 , una de cuyas afirmaciones encabeza esta reflexión.

Los fundamentos de la Espiritualidad en las Sagradas escrituras.

La Biblia ofrece diversos enfoques sobre los que fundamentar la espiritualidad cristiana. Unos valoran claramente el mundo, la historia, la antropología. Otros recelan de estas realidades por cuanto el pecado late tras ellas. Hay que aceptar sin resistencias esta pluralidad dialéctica, sin recortar uno u otro aspecto. Está fuera de lugar todo intento de descalificación en este punto. Conviene remitir una y otra vez a la pluralidad de las tradiciones fundantes.

Se da por supuesto que la espiritualidad no tiene que ver con la inmaterialidad o la no corporalidad, sino con la vida inspirada por el Espíritu de Dios. No es espiritual quien le da la espalda a las cuestiones de tipo social o político, sino quien trata de seguir a Jesucristo, objetivo hacia el cual el Espíritu nos dinamiza. Jugando un poco con los vocablos cabe decir que existen obras materiales muy espirituales, tales como dar de comer al hambriento y vestir al desnudo. A la vez, pueden darse obras obras espirituales muy carnales, por ejemplo, todas las que estimula la ira o la envidia.

Es espiritual quien sigue a Cristo, pero se da el caso de que no hay una única forma de seguimiento. En la Escritura hallamos plurales enfoques de Cristología, Pneumatología y Eclesiología. Cada colectivo eclesial, incluso cada creyente, aporta un modo específico de seguimiento. El Nuevo Testamento refleja este pluralismo, a veces complementario, a veces en tensión dialéctica y hasta conflictiva. De la revelación neotestamentaria ha surgido la Iglesia católica y la protestante, y toda clase de espiritualidades.

La Biblia juzga diversamente, según el punto de vista y las circunstancias, la relación entre la persona y el mundo. En ocasiones el tema provoca una fuerte dialéctica. Abundan los estudios que ponen de relieve la bondad de la creación, del trabajo y el progreso en la Revelación. Ensalzan la actitud positiva y encarnacionista del creyente en su medio. El mundo y la historia se presentan como realidades fundamentalmente válidas, consistentes, inteligibles. Son aptas para que el ser humano escale ulteriores niveles de desarrollo y progreso. Desde la primera página la Biblia exhorta a crecer, multiplicarse y dominar la tierra. No se oculta el pecado, pero tampoco se pone en tela de juicio todo cuanto de positivo tiene la creación. El cosmos sigue siendo un reflejo de la gloria y el poder de Dios. El mundo ha tenido la dignidad de servir de escenario a Jesús de Nazaret, el Verbo encarnado.

Históricamente esta visión se fue interconectando con las adquisiciones de la filosofía griega, según la cual, el hombre es el centro y medida de todas las cosasii. La fusión entre el patrimonio bíblico y la perspectiva griega dio como resultado una valoración positiva del mundo y del ser humano: fundamentalmente bueno, digno, inteligible. Fe y razón se complementan y conjuntamente son capaces de grandes gestas. La Iglesia tiene que sembrar la semilla del mensaje cristiano en este mundo. Un mundo que suspira por desarrollarse cristianamente, aun cuando no es del todo consciente de tal aspiración. S. Justino reflexionará sobre el particular: todo tiene sentido y apunta implícitamente a Cristo, pues que la realidad existe precisamente en cuanto el Logos la llama al ser.

La Biblia tiene distintas valoraciones de las realidades temporales, y así la valoración positiva del mundo, la historia y el trabajo no es la única tradición que encontramos en la Biblia. La literatura sapiencial tardía, concretamente el Eclesiastés, destila negativismo. La vida es vana y fugaz, la miseria humana no tiene fondo, la historia parece ser más cíclica que lineal (Si 1,4-7.9-10: 3,15). El autor reflexiona y concluye que no hay nada que esperar, a no ser en el más allá (Si 3,18-21: 9,4-10: 12,5-7). Una tal perspectiva contiene la semilla de la devaluación del mundo, la historia y el trabajo. Y, como contrapartida, tenderá a concentrarse en Dios como Absoluto único y contraponerse a todo lo terreno e incluso humano.

El Nuevo Testamento parece beber de estas fuentes en algunos textos o, al menos, muestra una afinidad de fondo. La sabiduría del mundo se opone a la de Dios (ICor 1,20) y Satanás es el príncipe de este siglo (Rom 12,31: 14,30: 16,11). Por supuesto, Pablo no niega los elementos positivos de la creación, en la cual pueden rastrearse las huellas mismas del Dios Creador (Rom 1,19-23; 2,14-25).

Varios textos neotestamentarios suponen el inmediato final (el esjaton) que cambiará las cosas de modo decisivo. Si se espera para un tiempo muy cercano la próxima venida de Cristo, nada extraña que las realidades del mundo se miren con indiferencia y despreocupación, si no con menosprecio. La urgencia del momento relativiza todo posible interés de lo mundano e histórico. Los problemas sociales, políticos y terrenos pasan a segundo lugar. Las relaciones entre amos y esclavos, varones y mujeres tienen que guiarse por la caridad (individual), claro está, pero no es el momento de transformar estructuras ni trabajar por la emancipación de los esclavos o de las mujeres. Los proyectos a medio y largo plazo están fuera de lugar.

La teología de la redención se sobrepone y sofoca a la de la creación. Cristo es el alfa y el omega del mundo y la historia, pero no es menos cierto que el mundo ha crucificado a Cristo y lo ha expulsado fuera de los muros de la ciudad (Heb 13,12). La Palabra no fue aceptada por el mundo, los suyos la rechazaron (Jn 1,10-12). Habrá que subrayar la redención, la necesidad de la gracia. S. Juan tendrá muy en cuenta que es preciso vivir en el mundo sin ser del mundo, que el mundo odia a quienes no le pertenecen...

El enfoque bipolar repercutirá posteriormente en la espiritualidad, pues el pluralismo bíblico no siempre lo resolverán con equilibrio y sensatez las diversas escuelas de espiritualidad. Unos, como Justino, insistirán en que las semillas del Verbo han sido sembradas en toda realidad terrena y, por tanto, todo cuanto hay de válido, bueno y humano, les pertenece también a los cristianos. Otros, como los Padres del desierto, identificarán el peligro en la instalación y mundanización de un cristianismo que olvida poco a poco su dimensión escatológica. Por otra parte la tensión entre institución y carisma irá radicalizándose, de modo que la Iglesia jerárquica tratará de controlar las expresiones de los carismáticos y los contestadores. Ahora bien, a medida que se multiplica la burocracia y las estructuras, se debilita el Espíritu.

Los que sintonizan más con el mundo y las realidades terrenas hablan de los cristianos como el alma del mundo y de que son ciudadanos intachables, preocupados por la ciudad. Los que mantienen fijos los ojos en el cumplimiento escatológico descalifican las obras humanas por pecaminosas. La tensión se reflejará en muy diversos temas y situaciones a lo largo de la historia. Unos a favor de la razón, otros de la fe, generando fuertes discusiones entre la teología y la ciencia.

En estos inicios del siglo XXI, La evangelización urgente de la sociedad, carga con la ley del péndulo: en ocasiones se valoran y asumen en lo posible las experiencias y sentimientos religiosos de los pueblos a evangelizar, pero a veces se exorcizan como realidades satánicas.

La realidad terrenal y la espiritualidad monacal.

La realidad mundana e histórica es susceptible de ser mal usada. De ahí que el monje -inicialmente perteneciente al laicado- tome clara conciencia del peligro y procure los medios requeridos para no contaminarse. La espiritualidad monacal tiende a ver en primer lugar el peligro que acecha a las cosas y situaciones establecidas. Quiere mantener viva la tradición radical cristiana de los mártires, los ascetas y las vírgenes frenando así la tendencia a la instalación y la mundanización de la Iglesia que dejó atrás la clandestinidad. El hecho es que la espiritualidad monacal dominó en exclusiva durante muchos siglos y no dejó espacio para el desarrollo de la espiritualidad laical.

Cuando ser cristiano dejó de ser ilegal, una gran masa entró en la Iglesia, pero sólo adquirió un barniz cristiano, no fue evangelizada a fondo. A pesar del gran esfuerzo de catequización por parte de los Padres, poco a poco surgió el nacional-catolicismo, es decir, el catolicismo como religión de Estado. La actitud mundana y de instalación se extiende como mancha de aceite. Eremitas y cenobitas se empeñan en mantener la herencia radical cristiana. No se olvide que ellos surgieron de entre los círculos ascéticos -vírgenes, viudas y celibatarios- que, a lo largo de los tres primeros siglos, vivían en el mundo testimoniando un evangelio radical.

El monacato apareció como corriente revitalizadora de una Iglesia en decadencia. Los monjes eran considerados héroes, maestro de santidad. Cuando más se exalta a estos monjes -laicos, por supuesto- tanto más sobreviene el peligro de devaluar a los (otros) laicos. En efecto, ya el s. V distingue entre los carnales y los espirituales. Los que no van al desierto son considerados creyentes de segunda categoría. El monje hace una nueva consagración (el votum) que indirectamente minusvalora la primera (el bautismo). Abandona la ciudad y adquiere el prestigio del cristiano superior.

En este contexto el monje cultiva la huida del mundo (fuga mundi), mira como por encima del hombro a los contemporáneos que siguen inmersos en los asuntos temporales, insisten en la vida de ultratumba, no valoran la historia. Su espiritualidad tiene un cariz muy individualista. Busca la perfección cristiana, pero la confunde en parte con el ideal de la impasibilidad estoica. Comete excesos ascéticos que, como todo hecho pintoresco, suscitan admiración y estimulan a muchos a peregrinar a los lugares donde habitan los monjes. En un tal contexto es de esperar que no se valore la creación, la bondad de las cosas, la consistencia de las realidades terrestres. Lamentablemente, ésta es la espiritualidad que los laicos tomarán como modelo hasta bien entrado el siglo XII. Incluso la espiritualidad que el sacerdote se siente obligado a cultivarv.

Desde que empieza a extenderse el pensamiento de S. Agustín, se refuerza con argumentos diversos esta orientación. Y es sabido el influjo del santo en toda la Edad Media. Para Agustín las realidad naturales deben ser integradas en el orden sobrenatural y precisamente a costa de su autonomía y consistencia propias. Entre la actividad humana y la acción de la gracia no hay que buscar una especie de connivencia, sino simplemente optar por la gracia minusvalorando la actividad humana. La obra admirable de la creación está totalmente marcada por el pecado. Hay que suspirar por el más allá de la historia. Es preciso construir la ciudad de Dios enfrentada a la ciudad humana.

San Agustín no valora al laico y menos a la mujer. Late en sus planteamientos un fuerte matiz negativo respecto del cuerpo y el sexo. Su antropología adolece de graves carencias: es un tanto misógina y platonizante. Acentúa muy decididamente la debilidad humana y de ella hace su principal argumento en la lucha contra el pelagianismo. Considera que el gozo y el placer están contaminados por el pecado. Hay que gozar de Dios, pero no de las criaturas. Una tal actitud llevaría a absolutizarlas. Y las cosas son medios para alcanzar los fines sobrenaturalesvi. No es raro que sobre tales presupuestos florezca una espiritualidad tan pesimista como el jansenismo.

Es comprensible la espiritualidad que insiste en el menosprecio del mundo y la búsqueda solitaria de Dios en un contexto histórico en que domina el platonismo y acontece la decadencia del imperio romano. En plena Edad Media cambia un poco el escenario y el monaquismo occidental revaloriza la cultura, el trabajo, el estudio. Pero los elementos negativos de la tradición anterior son tan fuertes que no logrará contrarrestarlos la nueva visión.

Nuevas perspectivas con la Reforma y la Contrareforma.

En la época moderna se dieron algunas situaciones y perspectivas de las que podía esperarse el surgir de una espiritualidad laical. A saber, Lutero con la promoción de los laicos y la importancia del discernimiento individual. S. Ignacio al valorar las facultades humanas. Francisco de Sales con su empeño en que la perfección cristiana llegara a los fieles cristianos en general. A pesar de todo, acabó imponiéndose la espiritualidad de la escuela francesa con su polarización en el pecado. Y el jansenismo con sus planteamientos rígidos, tristes y deslegitimadores de las realidades mundanas.

Lutero suprimió la vida religiosa alegando que era mera obra humana. Con ello derribaba toda barrera entre cristianos de primera y segunda categoría. Dejó a un lado la fe en la autoridad -el magisterio- para instaurar la autoridad de la fe o de la Escritura. Una fe que cada uno debía discernir en la lectura de la Palabra de Dios. ¿No se ponían así las bases para la espiritualidad laical, aunque de bases poco ortodoxas para un católico, se tratara? Resulta que la eventual cosecha a recoger de tal siembra se malogra por otros motivos. Al introducir Lutero el dualismo entre dominio público y foro interior sofoca en cierto modo la espiritualidad. Opina que el decálogo vige para la naturaleza y el ámbito público, mientras que las bienaventuranzas y la radicalidad evangélica sólo deben aplicarse a la vida interior. Es la doctrina Luterana de los dos reinos.

Lutero deja de lado la autoridad del magisterio, pero promociona la autoridad del príncipe. El autoritarismo que le lleva a denostar a la Iglesia lo traslada a la sociedad civil. Cierto que la teología del Reformador conlleva un fuerte dinamismo desclericalizador y ofrece más posibilidades al sujeto. Pero sigue sin dejar lugar al matrimonio y la profesión, pues resulta que la naturaleza es esencialmente pecadora y nada positivo cabe esperar de ella.

Por su parte Calvino destaca la trascendencia y soberanía de Dios. No está de acuerdo con la doctrina de los dos reinos. Ya en esta vida hay que instaurar la voluntad de Dios. Por lo cual atribuye gran valor al trabajo y la actividad humana. Incluso considera la prosperidad económica signo de bendición y predestinación. Sin embargo, el buen calvinista tiene que huir de todo lo que se relacione con el hedonismo y el consumismo. Así favorece una fuerte actividad del laicado en el mundo de los negocios, a la vez que conmina al fiel cristiano a comportarse con la ascética de un monje. La teología calvinista padece graves carencias sociales y no afronta la cuestión de la justicia. No cuestiona la acumulación de bienes, no percibe la pecaminosidad de las estructuras. Sólo le interesa que el individuo sea un buen trabajado..

Además, promociona el trabajo, pero no el matrimonio y recela gravemente del placer. Gozar de las criaturas implicaría desviarse de la majestad de Dios, equivaldría a convertir los medios en fines, a caer en la idolatría. Con lo cual demoniza el placer, insta a controlar de modo férreo los afectos y rechaza las pasiones. La religión se moraliza profundamente. El laico en realidad acaba ejerciendo de austero monje, sólo que vestido de civil.

S. Ignacio está influenciado de la realidad monacal, de la vida mendicante y de la devoción moderna. Tiene un concepto indudablemente verticalista de la sociedad y la Iglesia. Trata el tema de la espiritualidad cristiana recurriendo con frecuencia a la categoría de militancia. Apuesta con ganas por la ascética, proclama la bondad de una obediencia de cadáver, que ni siquiera rechista. Tales elementos le aproximan a la espiritualidad monacal de la Edad Media.

Sin embargo, también conecta con la modernidad que se abre paso. Escribe unos ejercicios espirituales para laicos, con una metodología apta para quien vive en el mundo. Rompe el monopolio del clero en la enseñanza y predicación, lo cual le lleva a ser perseguido. Opta por la vida apostólica cuestionando así el pensamiento tradicional de que la contemplación era superior. Su mística se basa en la búsqueda de la voluntad de Dios y en la lucha por construir su Reino. Considera que la experiencia de Dios no tiene por qué apartar del mundo. No se trata de negar las criaturas, sino de no absolutizarlas y de integrarlas en el plan divino.

Ignacio promociona el discernimiento del sujeto, lo cual tiende hacia un cierto subjetivismo de fondo. Revaloriza los afectos y estados de ánimo, aplica los cinco sentidos a la oración. Da la debida importancia al cuerpo, a la postura física, a la dimensión síquica. El santo aprecia la cultura, exhorta a la formación seria. Los miembros de la Compañía suelen ilustrar con sus escritos y actuaciones estos principios y actitudes del Fundador.

La obra de S. Ignacio podía, pues, abrir horizontes a la espiritualidad laical, aun cuando ya hemos notado sus fuertes vínculos con la espiritualidad de la Edad Media. El hecho es que los jesuitas no sintonizaron con esta onda ignaciana -tal vez el peso de la espiritualidad tradicional resultaba excesivo- y en cierto modo regresaron al claustro del que S. Ignacio pretendía alejarles. Una vez más se perdió la oportunidad.

También San Francisco de Sales tuvo una gran influencia en su tiempo y aun después de fallecido. Se propuso hacer accesible la perfección cristiana a quienes vivían en el mundo. Insiste más en la mortificación interior que en la exterior, como Ignacio. Su sentido práctico le dicta que está fuera de lugar pretender largas oraciones en un marco secular. A cambio, aboga por la piedad interior, por un sentimiento de presencia de Dios difuso y constante. Parece que han llegado buenos tiempos para la espiritualidad laical cuando Francisco de Sales pone en primer plano -antes incluso que los ejercicios de piedad- las obligaciones de estado: las exigencias de la vida conyugal, familiar, profesional.

Este maestro de la espiritualidad laical patrocina la dirección espiritual para laicos. Estimula la espiritualidad gozosa, alegre, muy lejos del pesimismo antropológico del momento. Un gran intento, serio y loable, de poner en pie la espiritualidad para los laicos. Desafortunadamente tampoco llega a imponerse. Su escuela se diluyó en distintas corrientes debilitando así su impacto. Por lo demás, también iba contracorriente de otras tendencias de mayor raigambre.

La visión más pesimista de Agustín, radicalizada ahora por el magisterio del Cardenal Bérulle, opaca el intento del santo de Sales. El mencionado Cardenal inicia la escuela francesa de espiritualidad, que tanta influencia iba a tener. Este movimiento exaspera de modo constante la polarización entre Dios y el hombre. Lo humano no es sino el error y el pecado. En el pecado nacemos, vivimos y morimos. Somos enemigos de Dios, cautivos del diablo, esclavos del pecado y herederos del infierno. La sociedad humana es una cloaca de basuras y de abominación. Tal es la música de fondo que acompaña a la escuela francesaxiv.

La escuela valora negativamente la creación, el cuerpo, la materia. Se refiere a la espiritualidad de inmolación, a la necesidad de aniquilarse. De donde deriva un acusado dolorismo. Algunos comentaristas hablan incluso de un cierto sadomasoquismo. Influye grandemente en la espiritualidad sacerdotalxv, estado que considera muy por encima del laical. El sacerdote se convierte en el manantial de la santidad de la Iglesia. Es comparable a los santos, a la misma Virgen María. Cuando esta doctrina se divulga y se convierte en punto de referencia para confesores, predicadores y directores espirituales, todavía sufre una mayor radicalización.

Sólo faltaba el jansenismo para que la situación se crispara definitivamente. Así se llama a la corriente ascética muy difundida en los siglos XVIII y XIX, aunque nació en el s. XVII. Se trata de un agustinismo radical, una especie de calvinismo católico. Recurre a los tópicos de siempre y a otros nuevos: la trascendencia y severidad de Dios, la corrupción de la naturaleza, el rigorismo sacramental. Aboga por normas muy estrictas en la confesión, por el voluntarismo rigorista y el perfeccionismo en las observancias litúrgicas y leyes morales.

El jansenismo ha contribuido decisivamente a hacer del cristianismo la religión del miedo y a este movimiento cabe atribuir muchos traumas psicológicos. Presenta a Dios con rasgos de juez sombrío. Al sacerdote encomienda la tarea de ejercer como pedagogo moral de los fieles. Sostiene que el mundo es despreciable y, por consiguiente, considera el estado monacal y la Vida Religiosa como estamentos superiores. Urge la huída del placer y de las frivolidades del mundo. El matrimonio es mero remedio de la concupiscencia. La predicación jansenista se concentra en el miedo al cuerpo, rechaza la desnudez, alerta frente al peligro de los bailes, las canciones amorosas y la belleza corporal. Relaciona el sexo con el pecado, éste con la muerte y la muerte con el castigo de Dios.

Existe toda una iconografía y una predicación muy divulgadas hasta mediados del siglo XX. Consiste en el protagonismo de los novísimos, la idea de un Dios terrible e indagador de la mente y el corazón humano, el miedo a la muerte y al castigo eterno. Se instaura la pastoral del temor, de la culpa, del legalismo y los escrúpulos. El jansenismo hace del esqueleto bandera y símbolo de su predicación. Reitera el peligro de morir en pecado. La misma devoción al corazón de Jesús resulta distorsionada por el afán de mortificaciones y reparaciones, por el clima sombrío y la amenaza constante. Malas noticias para la espiritualidad laicalxvi.

Nuevas esperanzas con el Concilio Vaticano II.

La teología laical más extendida en el postconcilio, reforzada por las intervenciones del magisterio, encuentra su clave en la índole secular como nota específica de los laicos. Es decir, en la autonomía y consistencia de la realidad mundana, temporal, histórica. El seguimiento de Jesús lo realiza el laico, principalmente, a través de la vida familiar y de la actividad humana. La profesión, el matrimonio, la política, el progreso ciudadano son elementos a tener muy en cuenta de cara a la espiritualidad laical.

El Vaticano II se movió con una cierta ambigüedad al respecto. Por una parte dejó muy clara la dignidad e identidad de los miembros del pueblo de Dios en el capítulo II de la Lumen Gentium, pero por la otra, cuando se refiere al laico de modo específico, en el capítulo IV, ya parece haberlo dicho todo anteriormente y ahí es donde recurre a definirlo como el no-clérigo. En buena teoría, sin embargo, más bien debería definirse al ministro en referencia al laico.

Recurre también la LG (especialmente el n. 31) a formulaciones más bien descriptivas e insiste en que determinadas atribuciones, válidas para todo cristiano, les concierne a los laicos de forma especial, con mayor intensidad, peculiarmente. Estas expresiones indican que cuanto se dice se refiere a todo miembros de la Iglesia. El recurso de calificar la frase con expresiones similares a las citadas se hace evidente y reiterativo, sobre todo, en el Nuevo Catecismo de la Iglesia Católica

Tras todo lo dicho está claro que la espiritualidad laical florece sobre la espiritualidad cristiana y no tiene porqué derivarse de la sacerdotal o monacal. Sin embargo, no parece que deba identificarse, sin más matices, la espiritualidad cristiana con la espiritualidad laical. En tal caso, y en buena lógica, habría que decir que la espiritualidad sacerdotal o la monacal no es una espiritualidad cristiana. Afirmación evidentemente desatinada.

Por eso es preferible afirmar que la especificad propia de la espiritualidad laical -que, por supuesto, es cristiana- halla su clave más acertada en la índole secular o mundana. El Vaticano II deja claro la nota de secularidad típica del laico o seglar (la misma palabra seglar procede de la raíz saeculum: mundo). En la LG 31 leemos: a los laicos corresponde, por propia vocación, tratar de obtener el reino de Dios gestionando los asuntos temporales y ordenándolos según Dios.

En esta misma línea continua la exhortación post-sinodal Christifideles Laici, muy particularmente en los nn. 15 y 17. Aludiendo a LG 34 dice la exhortación que los fieles laicos viven en el mundo, esto es, implicados en todas y cada una de las ocupaciones y trabajos de la sociedad y en las condiciones ordinarias de la vida familiar y social, de la que su existencia se encuentra como entretejida.

Ellos son personas que viven la vida normal en el mundo, estudian, trabajan, entablan relaciones de amistad, sociales, profesionales, culturales, etc (ChL 15). De este modo, el "mundo" se convierte en el ámbito y el medio de la vocación cristiana de los fieles laicos, porque él mismo está destinado a dar gloria a Dios Padre en Cristo. El Concilio puede indicar entonces cuál es el sentido propio y peculiar de la vocación divina dirigida a los fieles laicos. No han sido llamados a abandonar el lugar que ocupan en el mundo (ChL 15).

La unidad de vida de los fieles laicos tiene una gran importancia. Ellos, en efecto, deben santificarse en la vida profesional y social ordinaria. Por tanto, para que puedan responder a su vocación, los fieles laicos deben considerar las actividades de la vida cotidiana como ocasión de unión con Dios y de cumplimiento de su voluntad, así como también de servicio a los demás hombres, llevándoles a la comunión con Dios en Cristo (ChL 17, citando la propositio 5).

Estas citas dejan absolutamente claro que los laicos defienden la autonomía y consistencia de las realidades temporales contra el intento supranaturalista de absorberlas o reducirlas. Y ello en cuanto miembros de pleno derecho de la Iglesia. En este sentido debe quedar claro que no se puede operar una dicotomía como si la iglesia fuera el ámbito del clero y el mundo del laico. También el clero está en el mundo y tiene que vérselas con realidades temporales. Y, por supuesto, nadie puede prohibirle al laico su tarea en el interior de la Iglesia. La prueba está en los ministerios laicales últimamente revalorizados. La teología post-conciliar ha señalado este peligro de dicotomía. Todo bautizado es miembro de una Iglesia que ha de servir al mundo para construir en él el Reino de Dios.

Lo más típico del laico consiste en desarrollar la dimensión terrenal e histórica. Es decir, todo cuanto tenga que ver con la actividad humana, la historia, la cultura, la familia, la profesión, la política... Lo cual está en la antípoda de la fuga mundi, de la espiritualidad monacal o sacerdotal. Quizás el futuro sea más generoso con la espiritualidad laical y finalmente cristalice en el seno de la Iglesia, al menos, con igual dinamismo que en épocas pasadas han florecido la espiritualidad de la vida consagrada, la sacerdotal o la monacal. No convendría lamentar más ocasiones malogradas.

Recapitulación.

Laico es el miembro del Pueblo de Dios. En este sentido inicial es indudable que todos los cristianos son laicos. Unos más encarnados en el mundo, otros más distanciados de él. Quienes viven en el mundo es lógico que adopten la espiritualidad laical. Dado que hay pluralidad de tradiciones bíblicas en la valoración de las realidades mundanas, es justo que el laico se sitúe en la perspectiva que más valora el mundo, la historia, la profesión, política, la sexualidad. Por ello no es de toda evidencia, como suponen algunos autores, que la espiritualidad cristiana equivale a la espiritualidad laical. De tal afirmación podría deducirse que la espiritualidad monacal o de la vida consagrada no es espiritualidad cristiana. Y no lo es en exclusiva -como tampoco la laical- pero ciertamente se nutre de ella.

Destacabamos al principio la pluralidad de los enfoques bíblicos a la hora de valorar la realidad mundana e histórica. En un breve repaso por la historia de la espiritualidad cristiana hemos verificado que las corrientes más impetuosas casi siempre se identificaron con aspectos negativos. Algunos intentos, en principio válidos y con un potencial esperanzador, no lograron consolidar una espiritualidad laical adecuada. ¿Existen en nuestro momento histórico, en el alba del tercer milenio, indicios para confiar que no seguirán malográndose los intentos actuales y futuros de dar cuerpo a la espiritualidad laical? ¿Cuáles son los rasgos prominentes de esta espiritualidad?

Es un hecho que a lo largo de los siglos se ha ido precisando la identidad sacerdotal, monacal y de la vida consagrada, sin que haya sucedido lo mismo con la del laico. Hoy más bien parece acontecer lo contrario, por cuanto ministros ordenados y miembros de vida consagrada padecen numerosas crisis: lamentan su falta de identidad o buscan una relación más adecuada con el mundo actual. A pesar de todo, no puede decirse que exista una espiritualidad laical bien consolidada.
La espiritualidad tiene que ver con la vida inspirada por el Espíritu Santo. No es espiritual quien le da la espalda a las cuestiones de tipo social o político, sino quien trata de seguir a Jesucristo, objetivo hacia el cual el Espíritu nos dinamiza. Jugando un poco con los vocablos cabe decir que existen obras materiales muy espirituales, tales como dar de comer al hambriento y vestir al desnudo. A la vez, pueden darse obras obras espirituales muy carnales, por ejemplo, todas las que estimula la ira o la envidia.

Es espiritual quien sigue a Cristo, pero se da el caso de que no hay una única forma de seguimiento. En la Escritura hallamos plurales enfoques de Cristología, Pneumatología y Eclesiología. Cada colectivo eclesial, incluso cada creyente, aporta un modo específico de seguimiento. El Nuevo Testamento refleja este pluralismo, a veces complementario, a veces en tensión dialéctica y hasta conflictiva.

Este enfoque hace que la totalidad de la Iglesia con todos sus miembros caminemos en la unidad del Espíritu y no desperdigados en múltiples capillismos o grupos cerrados, en este sentido cada generación de creyentes es un nuevo Pentecostés para la Iglesia.